Están tan simpáticos, tan amables, tan inocentes, que cuando tus fuerzas flaquean y te das cuenta, has perdido la mitad de tu sangre por la puñalada en tu pierna izquierda de la que no te habías dado cuenta hasta ese momento, en el que caes al suelo y ya sólo puedes arrastrarte hasta la puerta de salida para pedir ayuda a algún viandante que pase, casualmente, por allí. Esta persona normalmente no pasa por allí por casualidad. Suele ser alguien que lleva viendo los toros desde la barrera toda la tarde y en el que tú no te habías fijado, porque nunca nadie se fija en nada que no necesita hasta que lo necesita.
Y, entonces, te cura, te cose, te consuela y te aguanta.
Así, una y otra vez, así hasta que la reina del Prozac decide que ya está bien, que las puñaladas curarán pero dejan marca, que la piel no lo soportará una vez más, que el Prozac le atonta y no le deja pensar con claridad, que el mundo está ahí pero borroso. Y quiere dejarlo. Necesita verlo claro, nítido e iluminado. Deja a un lado las drogas para, simplemente, vivir. Y si hay que enfadarse por algo, se enfadará.
Y, entonces, te cura, te cose, te consuela y te aguanta.
Así, una y otra vez, así hasta que la reina del Prozac decide que ya está bien, que las puñaladas curarán pero dejan marca, que la piel no lo soportará una vez más, que el Prozac le atonta y no le deja pensar con claridad, que el mundo está ahí pero borroso. Y quiere dejarlo. Necesita verlo claro, nítido e iluminado. Deja a un lado las drogas para, simplemente, vivir. Y si hay que enfadarse por algo, se enfadará.
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